sábado, 21 de abril de 2012

Se oyó un cañonazo

[21/4/2002]

Se oyó un cañonazo. La gente siguió caminando. Hubo un momento de tensión en la calle, un sobresalto: se notó en el espesor del aire, en el tono de las voces, en una distorsión apenas visible del trayecto de los autos. Pero la gente siguió caminando. El estruendo nos atravesó de oído a oído, nos hizo bajar un reguero de recuerdos por la columna vertebral, nos trajo un temblor a las rodillas. Pero no se podía dejar de caminar. La brisa un poco más fresca del otoño estaba quitando las hojas de los árboles, una a una, para hacerlas caer como neuronas en una pesadilla. En un cielo distante, más alto que los edificios, un avión giraba lentamente para tratar de acertarle a la pista del Aeropuerto. Alguien, unos metros delante de mí, miraba una vidriera con ropa de mujer en oferta, toda gris, buenos precios si no fuera por la crisis. Y el ruido del cañonazo lo recorrió todo, centímetro a centímetro, como una corriente eléctrica, con la crueldad de lo que no tiene cerebro ni conciencia. Un parpadeo de más en cada ojo, una dilatación en las pupilas, un cambio hormonal repentino, cronometrable. Sin embargo, las piernas siguieron la rutina, los pies avanzaron, cada persona tuvo un éxito casi perfecto en seguir caminando. Y en no cortar las conversación, el pensamiento, los planes para el resto del día. Eso era importante. Había que disimular.

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