jueves, 17 de mayo de 2012

El pescador

[17/5/2002]

Cada mañana, bien temprano, el pescador sale de su casa y recorre los trescientos metros de desierto que lo separan del abismo. Lleva bajo el brazo el rollo de cordel. Se sienta en el sitio exacto de la pesca, entre una roca gris y otra roca gris, sobre una roca amarillenta, y se ata un extremo del cordel a la muñeca izquierda. Saca del bolsillo una bolsita pequeña y casi vacía, cuyo contenido jamás le ha mostrado a nadie, la anuda con cuidado al otro extremo del cordel, y lanza el rollo hacia las profundidades de manera que se vaya deshaciendo. Si la bolsita llega al fondo no lo sabe: asomarse por el borde no significa ver el fondo, hay obstáculos en el medio, hay ángulos y declives que esconden lo que ocurre allá abajo.

El abismo es estrecho. En la superficie, a la altura donde se sienta el pescador, no mide más de diez o doce metros de ancho. Es más bien una grieta, larga y angosta. Se extiende por kilómetros hacia la derecha y hacia la izquierda. Pero este es el único punto donde hay pesca.

A veces, el pescador espera casi todo el día. A veces, cinco minutos. Hay un tirón suave, una señal que tal vez otros pasarían por alto. En cuanto la siente, el pescador empieza a tirar del hilo. Si la pesca es liviana, puede llevar diez minutos recuperarla. Si es pesada, hasta una hora y media. Hay que tirar con cuidado, para evitar los balanceos allá abajo: en otras épocas, con menos experiencia, algunas cosas se habían roto al chocar contra las paredes del abismo.

El pescador no tiene manera de saber qué pescará hoy, o mañana, o pasado. Siempre hay algo. Muchas veces, útil. Si no puede usarlo, vestirlo, comerlo, encenderlo, jugar con él, criarlo, ponerlo en una pared, leerlo, oírlo, nada, entonces lo lleva al pueblo y lo vende en algún negocio.

Cuando la pesca es rápida, el pescador aprovecha el día para dormir. Así puede salir de noche en su camioneta vieja, rumbo a un sitio al que nadie ha conseguido seguirlo. Lo que hace durante esas noches es otro misterio. Vuelve al amanecer, con un fardo oscuro y pesado en la caja de la camioneta, que se apura a meter en el sótano de la casa. Un rato más tarde va a pescar, como todos los días.

Nadie más ha logrado extraer algo del abismo. En ninguno de los puntos de la grieta. Ni siquiera desde la roca amarillenta del pescador, en las raras ocasiones en que el hombre ha faltado a la cita por extrema enfermedad. Gente que ni siquiera sabe del pescador, científicos, han recorrido el fondo de la grieta y la han fotografiado, cartografiado, descripto hasta el cansancio. Ahí sólo hay piedras, es lo que dicen sus montañas de documentación. Tampoco los periodistas han aprendido mucho. Ni los sacerdotes, o los psicólogos.

El pescador sonríe porque jamás contará su secreto. Sólo él sabe que lo importante no es el sitio, ni la actitud, ni la fe. Es la carnada.

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