domingo, 23 de septiembre de 2012

Mirando gente en el subte

[23/9/2002]

Repartidos en el asiento de subte que tengo frente a mí, tres muchachos que no viajan juntos miran en forma sincronizada a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha. Hay que seguir esas miradas: apuntan cada vez a la chica más linda de ese cuarto de minuto.

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Él tiene unos treinta años más que ella. Ella lo trata de usted. Él tiene unas ojeras de colección, hechas por un diseñador que cobra en dólares, de esas que vienen con varios degradés entrecruzados, rosa a violeta, verde a celeste, gris a negro. Ella no. Él, en voz alta, explica alguna cosa que salió en el suplemento de arquitectura de Clarín. Ella bosteza sin parar.

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Muy viejo, con bastón. Tarda un rato en poder entrar al subte. Una chica le cede el asiento, pero le cuesta tanto sentarse que casi parece que no vale la pena. A medida que pasamos las estaciones va diciendo los nombres, uno por uno, pero de memoria, sin mirar los carteles. Se empieza a poner de pie mucho antes de la estación Palermo. Llega a tiempo.

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En medio del rostro cuidadosamente esculpido, enmarcado en ese pelo rubio de química radioactiva, justo a la derecha de la boca que huele a dentista caro, tiene un lunar. Si uno pudiera acercarse lo suficiente y mirar con una buena lupa, tal vez llegaría a distinguir el signo de copyright de un consorcio internacional de empresas de cosmética y centros de cirugía plástica.

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Tiene los rasgos de una nena de doce años, pero habrá cumplido los treinta. Viste de amarillo, tostado claro, tostado oscuro y negro. Tal vez no sea tan linda como para una película de Indiana Jones, pero los colores permitirían situarla en la mitad derecha de un cuadro de "El templo de la perdición", como si fuera el reflejo de un desierto, acompañada por una intensa luz azul, reflejo del mar, en la mitad izquierda.

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