[7/9/2002]
Trato de dormir la siesta, pero no puedo porque hace una hora y media que suena la alarma de un auto. Después mi mujer me dirá que el auto está en la esquina, frente a la lencería, pero ahora no consigo ubicarlo: sólo sé que suena y suena en algún lugar al otro lado de la ventana, de la persiana baja y las cortinas azules que decoran mi dormitorio, y suena de tal modo que no puedo dormir la siesta.
Es una de esas alarmas con seis sonidos diferentes, seis torturas cuidadosamente diseñadas para que ningún otro ruido las enmascare, para ser inconfundibles, para gritar ALARMA ALARMA ALARMA ALARMA en el oído de toda persona que se encuentre a menos de doscientos metros. Este ejemplar específico tiene una pequeña falla: cada vez que llega a la mitad de uno de los sonidos, una especie de insecto furioso que taladra el cráneo a mucha velocidad, se frena durante dos segundos, el tiempo suficiente como para creer que se apagó, y luego empieza de nuevo.
Me imagino un pisón gigantesco que baja de las alturas y aplasta el auto, una vez, dos veces, tres. Quedan restos de chapa ya oxidada. Pero la alarma sigue sonando. Viene una dobladora de metal, que pliega los restos en cuatro, en ocho, que hasta levanta las arandelas sueltas del piso y las entierra en el centro del metal. Pero la alarma, todavía, sigue sonando. Compactan todo para formar un cubo. Meten el cubo amarronado, que pesa una tonelada, en un camión que se va por la avenida hacia quién sabe dónde. Pero la alarma, como queriendo darles la razón a los dualistas, como un alma separada del cuerpo, sigue sonando. Seguirá sonando para siempre, durante horas, días, años. En el futuro más remoto, cuando vengan a estudiar los restos enterrados de esta ciudad, descubrirán un punto en que esa alarma todavía estará sonando. Y alguien propondrá la teoría de que la alarma es el centro del universo, que está fija a un sitio del entramado espaciotemporal, una singularidad desnuda que no se mueve en términos absolutos, en torno a la cual gira todo lo demás. Seguramente las leyes físicas pueden sobrevivir a la aplicación de ese tipo de simetría. Quien no puede sobrevivir soy yo, con la almohada en torno a la cabeza, acompañando sin querer los ritmos de la alarma con emisiones guturales, con los nudillos, con la lengua entre los dientes, pidiendo ayuda donde decididamente ya no la hay.
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