[22/4/2003]
La sostiene el celular, mientras camina por la calle de Tribunales. Lleva la oreja colgada del aparato, la mano firme aferrada a la carcasa de plástico, mientras un hilo invisible de tecnología de punta le dice dónde ir.
Alrededor, los que no tienen celular se van cayendo de a poco. Primero se nota en la ropa: los hombres pierden la corbata, mientras la camisa se les convierte en remera y el saco en pulóver. Las mujeres pierden el trajecito sastre, que se hace pollera y blusa negras, manchadas del polvo que resbala de los edificios. Después se ve en la posición de la cabeza, que ya no logran mantener en alto, y de la espalda, que se les va encorvando como si quisiera ayudar a las manos a escarbar en los tachos de basura. También se ve en el paso, que se hace más lento, más pesado, porque no hay una comunicación urgente que los apure, porque nada tira de ellos más que hacia atrás.
Yo que tengo celular puedo decirlo: si me faltara empezaría a caer como ellos, no es culpa del que cae, es culpa de esa ausencia de plástico y circuitos complejos. El próximo gobierno debería repartir celulares gratuitos, y debería poner oficinas especiales desde donde llamen periódicamente a todos aquellos a quienes de otro modo nadie llamaría. Así tendríamos un porvenir de espaldas rectas y frentes erguidas, y sobre todo de orejas ocupadas en recibir susurros a través de la red de fotones que vibran en frecuencias distantes del espectro visible.
Ahora que he logrado este brillante diagnóstico, puedo dedicar el resto del día a otras cosas que me requieren con urgencia.
Por ejemplo, tengo que pensar en la contadora y en la inminente declaración de ganancias. Le debo dinero a la contadora, desde hace un año o algo así, desde la declaración anterior. Tengo que pagarle. Y tengo que encargarle la nueva declaración, que consistirá en un jugo destilado de los papelitos de colores que tengo en una carpeta, o que creo que tengo, porque tal vez se hayan convertido en otra cosa durante estos tiempos de arañas tejiendo telas a mis espaldas.
Es que no quiero caerme de esa otra red que me sostiene, de ese hilo de declaraciones juradas que desde la AFIP me sostiene y defiende mi condición humana. La caída, ese es el principal temor que tenemos en esta época, la caída, como en esas pesadillas con precipicio o rascacielos o puente, cuando uno se despierta a cien kilómetros por hora en la cama, sudando a pesar del viento frío que viene de abajo. La caída al infierno sin fondo que parece tan distante pero que está ahí nomás, al otro lado de los expedientes de la AFIP, al otro lado de un celular roto o una cuenta impaga.
No me vengan hoy con gente, justo hoy que estoy tan ocupado en sostenerme.
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