No lo puedo creer: encontré
(Nota del 30/7/2003: ¡la página no existe más! Y en este momento no hay ninguna otra referencia al cuento de la que Google tenga noticia.)
[17/2/2012]
Como avisó Marina en los comentarios, la página linkeada está en la Way Back Machine de archive.org. También encontré un índice del número 12 de Nueva Dimensión, que es donde publicaron el cuento. Acá a la derecha se ve la tapa.
Acabo de escanear el cuento, que en la revista ocupaba cuatro páginas (de la 45 a la 48). Lo reproduzco acá abajo. (Y les recuerdo: yo tenía quince años, y era el año 1969. Por favor, leer de acuerdo con esos datos.)
Revista Nueva Dimensión N° 12, Barcelona, 1969.
La ilustración apareció sin crédito en la página 47.
Sentado en una roca, esperaba. Esperaba el momento en que uno de los dos hiciese algo, se moviese un centímetro, para escapar corriendo o para trabar conocimiento. Esperaba atreverse a mover una mano, no limitándose a hacer vagar la vista desde las extrañas manos al extraño cabello o a la extraña sonrisa del otro, si es que aquello era una sonrisa. Esperaba un movimiento brusco para huir a la nave, que, como un caballo de las estrellas, fiel y particular, aguardaba dócil las órdenes del amo, del único amo posible.
Y mientras esperaba volvían a su memoria los momentos pasados en su caballo mecánico, las estrellas en la distancia, el satélite azul y naranja con atmósfera venenosa que había inspeccionado antes de lanzarse a aquel planeta desierto y gris, casi muerto, casi exánime, casi negro en su caminata sin pies ni manos ni cerebro. Y recordaba su condición de explorador, su capacidad de destruir un mundo si se hacía estrictamente necesario, su derecho a ser recibido gloriosamente a su regreso, con toda pompa y con un discurso del presidente. Porque por algo era uno de los muy pocos Solitarios en esos años; uno de esos que a veces llamamos locos que salían un día hacia cualquier lado, hacia el más allá, hacia donde nada se esperaba que hubiera, abandonados en sus caballos de metal monoplazas, sardinas en una lata a la que quizá ningún abrelatas esperara. Uno de esos, y muy orgulloso de serlo.
Había puesto los controles para aquella manchita verde del suelo, aquel aparente oasis que se hallaba entre mil montañas grises y mil volcanes grises, con un cielo gris profundo y un sol lejano y moribundo. Los mil volcanes estaban en gran actividad, parecía que el núcleo del planeta se mantenía aún demasiado candente, lo que imposibilitaría en el futuro toda colonización que se intentase. Pero de todos modos su rumbo era esa superficie árida y hostil, porque quería ponerse el traje protector y salir de la nave, salir e irse lejos, cruzando montañas y valles, descubriendo lagos o ríos, dando nombre a todo lo todavía no visto por el ser humano, llamando de tal forma aquel pico tan agudo que se veía de tanta altura, de tal otra a la depresión que semejaba un mar cerca del horizonte, y de tal otra al volcán que en ese momento lanzaba su arco iris de espuma.
Pero ¿había logrado todo eso? No, no lo había logrado. Por una vez, tuvo que posponerlo para otra oportunidad, para dedicarse a algo más importante. Bastante cerca de la nave, sin haber tenido tiempo de hacer ejercicios como para desentumecerse, después de haber abandonado el traje protector al descubrir sorpresivmente que la atmósfera era una clara y fresca atmósfera de primavera, se topó con aquel ser estrafalario, tan estrafalario que hasta se parecía en algo a un ser humano, aunque lo desmentía en parte su cabello gris y su piel gris, sus manos grises y su sonrisa gris de roca lunar.
Su primer impulso fue escapar, irse de allí para levantar vuelo y no volver nunca más. Pero después pensó y esperó un momento, tratando de descubrir las intenciones de su original anfitrión.
El otro parecía haber hecho lo mismo, parecía haberse movido cautelosamente hacia atrás para luego volver, más cautelosamente todavía, a su lugar de origen, a cinco metros del visitante. Tomó una hierba del sendero de roca viva y la colocó entre sus dientes —tan grises—, mascándola con agrado pero sin quitarle un ojo de encima al ser tan rosado, tan multicolor que tenía delante.
Se había sentado sobre una piedra a esperar, entonces, a esperar lo que le deparara el destino. En ese momento deseó hallarse en la nave, a salvo, comunicándose con Tierra por la Radio de Gran Distancia, enviando los haces radiales a lo largo de cien años-luz hasta el tierno hogar que lo esperaba con los brazos abiertos. Cerró los ojos, pensó en el cuartito que componía toda su residencia a bordo, un cuartito con una curiosa forma de cono; recordó los interminables días en ese cuartito, volvió a abrir los ojos... Y se encontró otra vez sentado sobre una roca, riendo en su interior de la tontería que acababa de hacer, asustado de aquel monstruo semihumano con piel y cabellos y dientes grises que mascaba una sucia hierba gris.
El monstruo se movió un poco: se puso de pie. Él también lo hizo. Curiosamente, no dio media vuelta para correr hasta la nave, no tenía ánimos para hacerlo, sino que se quedó allí, también de pie, con los brazos nerviosamente al costado del cuerpo.
Qué estupidez, pensó, qué estoy esperando. Este ser raro está aguardando que dé el primer paso hacia la amistad, por algo soy el visitante y él mi anfitrión, porque está en su casa y yo vengo de muy lejos. ¿Qué puedo perder, ya que veo que en esta incómoda posición puedo quedarme toda la vida, que hacia la nave no voy a ir, no podré ir?
Tendió la mano derecha, simplemente tendió la mano derecha.
El monstruo soltó la hierba y borró su sonrisa de la cara: estaba asustado. El ser humano se dio cuenta, con lo que se sintió mejor, libre de su inseguridad, al menos en parte.
Y la mano seguía aún allí estática, incapaz de volver atrás o de avanzar otro poco, incapaz de llamar a la mano derecha del monstruo que estaba a cinco metros. El explorador se encontró peor que antes, con una mano ridiculamente colgada del aire. Pero, al fin, la otra mano contestó, el otro ser se dio cuenta. Primero fue un movimiento nervioso, duro, frío, pero luego, al notar que nada ocurría, se intensificó, llegando a ser un avance con las piernas hasta llegar a donde se encontraba el visitante.
Ambas manos se tocaron, pero sólo un décimo de segundo.
Porque el humano se quemó...
...y el monstruo se heló los dedos.
La temperatura del cuerpo de ambos era tremendamente desigual, otra traba para la comprensión. El humano se sintió descorazonado, sintió desfallecer sus recién forjadas ideas acerca de una amistad entre toda la humanidad y todos los congéneres de ese nuevo animal inteligente de la creación.
Otra vez estaban separados, más separados que antes. Uno a diez metros del otro. Los dos sentados en una roca, los dos tomándose su mano derecha con la mano izquierda, solidarizada con el miembro herido.
Pero, al mismo tiempo, estaban más cerca el uno del otro, mucho más cerca que antes: los dos se dieron cuenta de que no había sido una mala intención del otro ser, sino una casualidad, un hecho natural pero impredecible. Y, lo más importante, había sido una realidad el primer movimiento, el primer intento de comprensión.
De pronto, el otro ser cambió de posición: su cuerpo parecía un carrete lleno de hilo. El humano creyó que se trataba de una especie de saludo e intentó imitar su posición, pero le fue imposible: su organismo era muy diferente.
Estaba todavía en el intento cuando sintió un golpe en el cerebro. No en la cabeza, en la parte exterior de la cabeza, sino en lo más recóndito del cerebro, en lo profundo e inexplorado de la mente. Sospechó que el monstruo lo había atacado, pero levantó la vista y lo vio revolcándose con las grises manos en la gris cabeza, profiriendo alaridos, tal como lo estaba haciendo él mismo.
Otra vez había sido imposible el contacto. La idea del monstruo de utilizar sus facultades extrasensoriales había fracasado. Estaban aún más cerca, porque los dos habían demostrado tener interés en un encuentro amistoso, pero al mismo tiempo, volvían a estar lejos, demasiado lejos.
Cuando se acabó el dolor producido por el fuerte golpe de la mente del monstruo, el humano comenzó a hablar, a decir cualquier cosa, a describir el paisaje, para tratar de acostumbrar el oído del otro a esa cháchara interminable de los humanos. Luego de un buen rato de tener al otro boquiabierto ante su gran despliegue repentino, dijo dos o tres cosas con todo cuidado, pronunciando correctamente.
—Soy hu-ma-no —dijo—. Ven-go de la Tie-rra... de a-rri-ba —su dedo índice gesticulaba furioso hacia las nubes grises del cielo. El monstruo movió la cabeza y otra vez se llevó las manos a ella: en un mundo de volcanes casi silenciosos, la charla le hería los oídos. Comenzó a hablar él a su vez, cuando el humano cesó en su intento al ver que era inútil, y lo hizo con un lenguaje musical que contrastaba con el gris de la montaña y el gris del cielo, con unos tonos y una armonía fantásticos.
En lo mejor de su embelesamiento, el humano dejó de oír los suaves sonidos, totalmente desconocidos para él pero bellos, porque rodó un guijarro a la distancia y cortó la delicada voz del monstruo, que era tan baja que casi se perdía en el silencio al salir de su boca.
El humano halló, sin pensar en ello, el por qué había herido con su tonto discurso los finos oídos de su interlocutor.
Era inútil, había que admitir que era inútil. No se habían entendido ni con un apretón de manos, ni por telepatía, ni hablando, ni con gestos o signos. Esto último había sido particularmente infructuoso, porque cuando el humano entregó al monstruo un papel con unos dibujos las manos que lo recibieron eran brasas que lo calcinaron en un abrir y cerrar de ojos, y cuando el monstruo le entregó a él una tablilla vio bailar sobre ella unas grandes letras de fuego ininteligibles que quemaron su cara y sus cabellos, dejándole sin ánimos de seguir intentando nada.
¿Qué otra cosa podía hacer? Se puso de pie una vez más; el monstruo lo miró con atención dispuesto para un nuevo intento, pero él dio media vuelta, levantando un brazo en señal de despedida, ya que si le tendía la mano se la quemaría, si escribía se estropearía el papel, si hablaba heriría los musicales oídos del extraño; y se alejó lentamente, rumbo a su mecánico caballo, rumbo a las estrellas.
El monstruo comprendió. No intentó trabar contacto con la mente del visitante, no intentó ninguna otra cosa. Tampoco le tuvo miedo cuando se alejó dándole la espalda muy, pero muy lentamente, del lugar del encuentro.
Como avisó Marina en los comentarios, la página linkeada está en la Way Back Machine de archive.org. También encontré un índice del número 12 de Nueva Dimensión, que es donde publicaron el cuento. Acá a la derecha se ve la tapa.
Acabo de escanear el cuento, que en la revista ocupaba cuatro páginas (de la 45 a la 48). Lo reproduzco acá abajo. (Y les recuerdo: yo tenía quince años, y era el año 1969. Por favor, leer de acuerdo con esos datos.)
Tan cerca, tan lejos
Por Eduardo Abel Gimenez.Revista Nueva Dimensión N° 12, Barcelona, 1969.
La ilustración apareció sin crédito en la página 47.
Sentado en una roca, esperaba. Esperaba el momento en que uno de los dos hiciese algo, se moviese un centímetro, para escapar corriendo o para trabar conocimiento. Esperaba atreverse a mover una mano, no limitándose a hacer vagar la vista desde las extrañas manos al extraño cabello o a la extraña sonrisa del otro, si es que aquello era una sonrisa. Esperaba un movimiento brusco para huir a la nave, que, como un caballo de las estrellas, fiel y particular, aguardaba dócil las órdenes del amo, del único amo posible.
Y mientras esperaba volvían a su memoria los momentos pasados en su caballo mecánico, las estrellas en la distancia, el satélite azul y naranja con atmósfera venenosa que había inspeccionado antes de lanzarse a aquel planeta desierto y gris, casi muerto, casi exánime, casi negro en su caminata sin pies ni manos ni cerebro. Y recordaba su condición de explorador, su capacidad de destruir un mundo si se hacía estrictamente necesario, su derecho a ser recibido gloriosamente a su regreso, con toda pompa y con un discurso del presidente. Porque por algo era uno de los muy pocos Solitarios en esos años; uno de esos que a veces llamamos locos que salían un día hacia cualquier lado, hacia el más allá, hacia donde nada se esperaba que hubiera, abandonados en sus caballos de metal monoplazas, sardinas en una lata a la que quizá ningún abrelatas esperara. Uno de esos, y muy orgulloso de serlo.
Había puesto los controles para aquella manchita verde del suelo, aquel aparente oasis que se hallaba entre mil montañas grises y mil volcanes grises, con un cielo gris profundo y un sol lejano y moribundo. Los mil volcanes estaban en gran actividad, parecía que el núcleo del planeta se mantenía aún demasiado candente, lo que imposibilitaría en el futuro toda colonización que se intentase. Pero de todos modos su rumbo era esa superficie árida y hostil, porque quería ponerse el traje protector y salir de la nave, salir e irse lejos, cruzando montañas y valles, descubriendo lagos o ríos, dando nombre a todo lo todavía no visto por el ser humano, llamando de tal forma aquel pico tan agudo que se veía de tanta altura, de tal otra a la depresión que semejaba un mar cerca del horizonte, y de tal otra al volcán que en ese momento lanzaba su arco iris de espuma.
Pero ¿había logrado todo eso? No, no lo había logrado. Por una vez, tuvo que posponerlo para otra oportunidad, para dedicarse a algo más importante. Bastante cerca de la nave, sin haber tenido tiempo de hacer ejercicios como para desentumecerse, después de haber abandonado el traje protector al descubrir sorpresivmente que la atmósfera era una clara y fresca atmósfera de primavera, se topó con aquel ser estrafalario, tan estrafalario que hasta se parecía en algo a un ser humano, aunque lo desmentía en parte su cabello gris y su piel gris, sus manos grises y su sonrisa gris de roca lunar.
Su primer impulso fue escapar, irse de allí para levantar vuelo y no volver nunca más. Pero después pensó y esperó un momento, tratando de descubrir las intenciones de su original anfitrión.
El otro parecía haber hecho lo mismo, parecía haberse movido cautelosamente hacia atrás para luego volver, más cautelosamente todavía, a su lugar de origen, a cinco metros del visitante. Tomó una hierba del sendero de roca viva y la colocó entre sus dientes —tan grises—, mascándola con agrado pero sin quitarle un ojo de encima al ser tan rosado, tan multicolor que tenía delante.
Se había sentado sobre una piedra a esperar, entonces, a esperar lo que le deparara el destino. En ese momento deseó hallarse en la nave, a salvo, comunicándose con Tierra por la Radio de Gran Distancia, enviando los haces radiales a lo largo de cien años-luz hasta el tierno hogar que lo esperaba con los brazos abiertos. Cerró los ojos, pensó en el cuartito que componía toda su residencia a bordo, un cuartito con una curiosa forma de cono; recordó los interminables días en ese cuartito, volvió a abrir los ojos... Y se encontró otra vez sentado sobre una roca, riendo en su interior de la tontería que acababa de hacer, asustado de aquel monstruo semihumano con piel y cabellos y dientes grises que mascaba una sucia hierba gris.
El monstruo se movió un poco: se puso de pie. Él también lo hizo. Curiosamente, no dio media vuelta para correr hasta la nave, no tenía ánimos para hacerlo, sino que se quedó allí, también de pie, con los brazos nerviosamente al costado del cuerpo.
Qué estupidez, pensó, qué estoy esperando. Este ser raro está aguardando que dé el primer paso hacia la amistad, por algo soy el visitante y él mi anfitrión, porque está en su casa y yo vengo de muy lejos. ¿Qué puedo perder, ya que veo que en esta incómoda posición puedo quedarme toda la vida, que hacia la nave no voy a ir, no podré ir?
Tendió la mano derecha, simplemente tendió la mano derecha.
El monstruo soltó la hierba y borró su sonrisa de la cara: estaba asustado. El ser humano se dio cuenta, con lo que se sintió mejor, libre de su inseguridad, al menos en parte.
Y la mano seguía aún allí estática, incapaz de volver atrás o de avanzar otro poco, incapaz de llamar a la mano derecha del monstruo que estaba a cinco metros. El explorador se encontró peor que antes, con una mano ridiculamente colgada del aire. Pero, al fin, la otra mano contestó, el otro ser se dio cuenta. Primero fue un movimiento nervioso, duro, frío, pero luego, al notar que nada ocurría, se intensificó, llegando a ser un avance con las piernas hasta llegar a donde se encontraba el visitante.
Ambas manos se tocaron, pero sólo un décimo de segundo.
Porque el humano se quemó...
...y el monstruo se heló los dedos.
La temperatura del cuerpo de ambos era tremendamente desigual, otra traba para la comprensión. El humano se sintió descorazonado, sintió desfallecer sus recién forjadas ideas acerca de una amistad entre toda la humanidad y todos los congéneres de ese nuevo animal inteligente de la creación.
Otra vez estaban separados, más separados que antes. Uno a diez metros del otro. Los dos sentados en una roca, los dos tomándose su mano derecha con la mano izquierda, solidarizada con el miembro herido.
Pero, al mismo tiempo, estaban más cerca el uno del otro, mucho más cerca que antes: los dos se dieron cuenta de que no había sido una mala intención del otro ser, sino una casualidad, un hecho natural pero impredecible. Y, lo más importante, había sido una realidad el primer movimiento, el primer intento de comprensión.
De pronto, el otro ser cambió de posición: su cuerpo parecía un carrete lleno de hilo. El humano creyó que se trataba de una especie de saludo e intentó imitar su posición, pero le fue imposible: su organismo era muy diferente.
Estaba todavía en el intento cuando sintió un golpe en el cerebro. No en la cabeza, en la parte exterior de la cabeza, sino en lo más recóndito del cerebro, en lo profundo e inexplorado de la mente. Sospechó que el monstruo lo había atacado, pero levantó la vista y lo vio revolcándose con las grises manos en la gris cabeza, profiriendo alaridos, tal como lo estaba haciendo él mismo.
Otra vez había sido imposible el contacto. La idea del monstruo de utilizar sus facultades extrasensoriales había fracasado. Estaban aún más cerca, porque los dos habían demostrado tener interés en un encuentro amistoso, pero al mismo tiempo, volvían a estar lejos, demasiado lejos.
Cuando se acabó el dolor producido por el fuerte golpe de la mente del monstruo, el humano comenzó a hablar, a decir cualquier cosa, a describir el paisaje, para tratar de acostumbrar el oído del otro a esa cháchara interminable de los humanos. Luego de un buen rato de tener al otro boquiabierto ante su gran despliegue repentino, dijo dos o tres cosas con todo cuidado, pronunciando correctamente.
—Soy hu-ma-no —dijo—. Ven-go de la Tie-rra... de a-rri-ba —su dedo índice gesticulaba furioso hacia las nubes grises del cielo. El monstruo movió la cabeza y otra vez se llevó las manos a ella: en un mundo de volcanes casi silenciosos, la charla le hería los oídos. Comenzó a hablar él a su vez, cuando el humano cesó en su intento al ver que era inútil, y lo hizo con un lenguaje musical que contrastaba con el gris de la montaña y el gris del cielo, con unos tonos y una armonía fantásticos.
En lo mejor de su embelesamiento, el humano dejó de oír los suaves sonidos, totalmente desconocidos para él pero bellos, porque rodó un guijarro a la distancia y cortó la delicada voz del monstruo, que era tan baja que casi se perdía en el silencio al salir de su boca.
El humano halló, sin pensar en ello, el por qué había herido con su tonto discurso los finos oídos de su interlocutor.
Era inútil, había que admitir que era inútil. No se habían entendido ni con un apretón de manos, ni por telepatía, ni hablando, ni con gestos o signos. Esto último había sido particularmente infructuoso, porque cuando el humano entregó al monstruo un papel con unos dibujos las manos que lo recibieron eran brasas que lo calcinaron en un abrir y cerrar de ojos, y cuando el monstruo le entregó a él una tablilla vio bailar sobre ella unas grandes letras de fuego ininteligibles que quemaron su cara y sus cabellos, dejándole sin ánimos de seguir intentando nada.
¿Qué otra cosa podía hacer? Se puso de pie una vez más; el monstruo lo miró con atención dispuesto para un nuevo intento, pero él dio media vuelta, levantando un brazo en señal de despedida, ya que si le tendía la mano se la quemaría, si escribía se estropearía el papel, si hablaba heriría los musicales oídos del extraño; y se alejó lentamente, rumbo a su mecánico caballo, rumbo a las estrellas.
El monstruo comprendió. No intentó trabar contacto con la mente del visitante, no intentó ninguna otra cosa. Tampoco le tuvo miedo cuando se alejó dándole la espalda muy, pero muy lentamente, del lugar del encuentro.
¡Pst!
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¡Gracias, Marina!
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