[11/7/2002]
Con la llegada del invierno, el oso abrió la heladera, se comió todo lo que había, preparó la cama cuidadosamente, bostezó de una manera interminable y se dijo que por fin era hora de hibernar.
Estaba levantando la puntita de las mantas para meterse abajo cuando sonó el teléfono. Corrió a atender.
—¡Hola! —dijo la voz de su hermana, que vivía muy lejos, en el hemisferio opuesto—. ¡Acabo de despertarme de mi hibernación! ¡No sabés lo linda que estuvo!
—Me alegro —dijo el oso—. Yo estoy por acostarme ahora.
—¡Ah, siempre me olvido de que estás en otra estación! —dijo la hermana, que lo único que jamás olvidaba era pronunciar los signos de admiración.
—No importa —dijo el oso—. Saludos para los oseznos.
Y cortó. Bostezando otra vez dio unos pasos hacia la cama, y entonces oyó el ruido inconfundible de una carta que el portero deslizaba bajo la puerta de entrada. La curiosidad pudo más que el sueño, así que fue a ver.
Era la cuenta de la luz. Y tenía que pagarla ahora, no podía esperar a que terminara el invierno. De manera que buscó la tarjeta de crédito en uno de los bolsillos más ocultos de su abrigo, fue a la computadora, la encendió, se conectó a Internet y pagó a través de la Web. Los ojos casi cerrados, los bostezos que se sucedían como en un desfile, el sueño intolerable casi le impidieron apagar la máquina. Pero lo logró, y enfiló una vez más hacia las mantas suaves.
Sonó el timbre. Sin abrir la puerta, el oso gritó con su voz de oso:
—¿Quién es?
—Fumigador —dijo una vocecita al otro lado.
—No, gracias —dijo el oso—. Vuelva en primavera.
—Bueno —contestó la vocecita—. Que tenga un buen día.
El oso se arrastró hasta la cama, justo a tiempo para ver que una cucaracha enorme escapaba de entre las mantas y se quedaba a la espera de novedades al otro lado.
—Creo que debí dejar entrar a ese tipo —dijo el oso en voz alta, cada vez más contrariado.
Dio la vuelta a la cama y consiguió darle a la cucaracha un zarpazo impecable que la estrelló en el piso. Ahora, pensó, debería limpiar el lugar. Pero ya no, imposible, tenía demasiado sueño.
En el momento de empezar a meterse entre las mantas sintió una corriente de aire helado y miró hacia la ventana. La persiana estaba clausurada, pero uno de los paneles corredizos había quedado un poquito entrabierto, de manera que tuvo que levantarse para cerrarlo del todo.
Ahora sí, se metió en la cama y empezó a tirar de las mantas para taparse hasta las orejas. Sin embargo, algo andaba mal. ¿Cómo podía ver todo lo que ocurría si la casa debía estar a oscuras para que él pudiera dormir?
Qué tonto: se había olvidado de apagar la luz. Tenía que levantarse una vez más, y en cuanto lo hiciera, seguramente, alguna otra cosa lo iba a interrumpir, y así no conseguiría hibernar nunca.
Un momento, se dijo, sorprendido con lo que se le acababa de ocurrir. Caramba. Yo soy un oso. No tengo heladera, ni computadora, ni teléfono. No me llegan cuentas de la luz, ni vienen fumigadores. Tampoco hay porteros por aquí. Ni persianas, ni, ya que estamos, ventanas siquiera. Vivo en una cueva, en medio del...
—¡Ya sé! —dijo el oso en voz alta, aliviado—. ¡Debo estar soñando!
Y con eso se despertó, abrió los ojos lentamente y aspiró hondo. Una rendija de luz en la entrada de la cueva le permitió descubrir que, allá en el mundo exterior, acababa de empezar la primavera.
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