[21/3/2003]
Los dragones del circo están quietos durante toda la función, uno a cada lado de la entrada principal. Parecen de piedra, una piedra verdosa, gris, marrón, gastada por el tiempo y las manos de los niños que los tocan al entrar. Son grandes, tal vez tengan cuatro o cinco metros de altura, diez o doce de largo. Nadie cree que puedan volar, porque las alas son pequeñas y se las ve pegadas al cuerpo, parte de la misma piedra agotada por los gritos de los payasos y la música plagada de redoblantes y bronces.
Tienen los ojos cerrados. Ni siquiera respiran. Al principio de la función los niños todavía los miran de vez en cuando, pero cuando entran los leones ya nadie los recuerda. Cualquiera pensaría que han estado ahí desde siempre, pero llegaron la semana pasada a bordo de grandes camiones, como el resto del material del circo. Los pusieron en su sitio con una grúa alquilada, a la luz del sol, envueltos en grandes lonas que quitaron de noche, cuando ya la carpa los cubría de las miradas curiosas. Después salieron los avisos en el diario local: "El Circo de los Dragones", decían, y ahí iban los chicos a ver la nueva maravilla.
Al final de la función, cuando la mayoría de las risas y los aplausos se han agotado, cuando los más chicos quieren otra cosa pero no saben qué, se apagan todas las luces menos el foco que ilumina al maestro de ceremonias.
—Ahora, querido público, los dragones — ice el hombre del traje rojo con cola de golondrina, sin alzar la voz, casi sin ganas. Y el único foco se apaga.
En la oscuridad todos miran hacia los dragones, mejor dicho hacia los ojos de los dragones, que se han abierto y brillan como linternas verdes. Uno de los ojos titila dos o tres veces, y al final se apaga, pero los otros parecen agrandarse, crecer en intensidad, y la carpa entera queda iluminada por esa luz parecida a la de la luna.
Se oye el ruido de un latigazo en el otro extremo de la carpa, y allí ha aparecido, bajo un foco rojo, una mujer que lleva en la cabeza un extraño tocado, un sombrero negro con una punta larguísima que sube en el aire un par de metros y termina en una especie de pelota de trapo. La mujer vuelve a dar un latigazo, como para llamar la atención de los que están medio dormidos, y grita:
—Preparen —latigazo—, apunten —latigazo—, ¡fuego!
Durante dos o tres segundos no hay nada nuevo. La gente mira a un lado, al otro, preguntándose qué debería estar ocurriendo. Entonces sale de cada dragón una larga llamarada, estrecha y veloz, rumbo a la pelota de trapo que se bambolea en el aire. Los seguidores de Pokemon y ese tipo de series han visto ataques mejores, pero no está mal. La dos llamaradas atraviesan la carpa en un instante e incendian la pelota en un chisporroteo de fuegos artificiales. Dos ayudantes se apuran a arrojar baldes de agua para apagar el fuego, y entonces, de a poco, se encienden las luces.
La mujer deja el látigo, se quita el tocado de la cabeza y camina al centro de la arena, para recibir los aplausos. Parte del público se ha puesto de pie, pero no para aplaudir sino para salir antes e ir al baño, o comprar Coca-Cola, o tomar aire. El maestro de ceremonias espía desde atrás de una cortina. Los dragones no hacen nada: de nuevo con los ojos cerrados, empiezan a disfrutar otro segmento efímero de su eterno descanso.
El Libro se debería llamr "cuentos grotescos", pero ya existe uno: de José Rafael Pocaterra, venezolano. Si lo conseguís, leelo, porque este cuento me hizo relacionarles pero un montón :)
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¡Gracias por el dato, Norya!
ResponderEliminarLo voy a buscar por el aleph a ver si consigo la versión electrónica, porque el que yo tengo se está deshojando, y no creo que pueda conseguirlo. Si lo encuentro asi, te aviso. Si no lo conseguís, avisame, que a lo mejor encuentro uno por acá y te lo envío via posta :D
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