Interrumpimos nuestra programación habitual para dar espacio a un cuento de Silvia Parisi, que la autora me envió por email con autorización explícita para publicarlo aquí.
Un cuento de elefantes
por Silvia Parisi
No hay lugar a dudas: la tierra es redonda, plana, y gira sostenida por la trompa de tres elefantes. Es tan plana y redonda como esos discos de pasta que escucha el abuelo, mientras se mece y se adormece pensando en aquel mar y aquella costa del otro lado del océano. Los elefantes se dedican al mal, al bien y a los sueños, mientras hacen girar la tierra muy rápido, tan rápido que apenas lo percibimos. A eso se debe ese mareo, esa sensación de vértigo que le da a Clara, cada vez que sube un escalón, o entra en un lugar desconocido o cuando el viento cambia de dirección. De pronto, porque sí, accidentalmente, el suelo pierde su estabilidad por un momento y el mundo se vuelve un lugar desconocido. No son las pastillas, ni las hierbas, ni lo que fuma, ni el olor de las flores, ni los recuerdos, es la tierra y su velocidad. Hay dos elefantes que miran hacia el norte y uno que mira hacia el sur. De los que miran al norte, uno es el bueno y el otro es el malo, el que está orientado hacia el sur no hace más que soñar.
Hay una vieja historia sobre los elefantes; dicen que el que sueña perdió su facultad hace mucho tiempo, se le acabaron los sueños. Primero gimió y lloró, después se perdió en la locura. Intentó dejar caer su trompa, movido por el cansancio. Esto alertó a los magos que custodian a los elefantes, quienes decidieron sacrificar a los hombres, para mantener el equilibrio. Es por eso que de noche nos cuesta recordar lo que soñamos. Nuestros sueños son robados para alimentar al elefante. Es por eso que Pablo escribe en signos indescifrables historias que no terminan nunca. Por las mañanas se recuesta sobre su escritorio y tapa con el brazo los bordes de las hojas, no permite que nadie se acerque a sus papeles. Él sabe que alguien acecha sus sueños más preciados. Ni siquiera permite que Clara los lea, él ha inventado códigos y estratagemas, pero igual le cuesta recordar cada día más sus propias claves. Entonces se enfurece y el mundo se vuelve un lugar hostil, no son los medicamentos, ni la tristeza; como dicen algunos, es el elefante y el lugar vacío de sus sueños.
Mientras tanto, en otro rincón de la casa, Nicolás vive su infancia, tirado en el piso, al pie de la antigua máquina de coser. Ve cómo van y vienen las patas de la mecedora, donde el abuelo sueña con el mar y el brillo del sol sobre la playa. Ve los pies de su padre cruzados bajo la silla y los pies de Clara inseguros por el eterno mareo y la cadencia con que se arrastra la púa sobre el disco de pasta y desde el fondo de la madera oye una música, que le hace inventar cuentos de elefantes.
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