[21/5/2002]
Hoy, en este preciso momento, tengo ganas de exagerar. No es algo normal en mí, diría que es algo extraordinario, muy rara vez visto: mi estilo se inclina con fuerza al understatement, o para decirlo con menor sofisticación, a la sangre de horchata. Pero ahora tengo ganas de exagerar, muchas ganas, unas ganas irresistibles, de esas que pueden sacarlo a uno del camino señalado por el destino, que arrasan planes y proyectos, que se extienden por los diversos niveles de consciencia y más abajo, por los sótanos del inconsciente, donde se agitan los sueños, los deseos, las motivaciones de reptil. Unas ganas prodigiosas, incontenibles, de las que mueven montañas, generan bifurcaciones en la historia, universos paralelos, de las que acaban con religiones enteras para crear otras nuevas, de las que derrocan emperadores y erigen semidioses. A ese tipo de ganas pertenecen hoy mis ganas de exagerar. Pero quiero aclarar que, si llego a dar rienda suelta a alguna fracción de estas ganas será de un modo civilizado, que no dañe a nadie, un modo propio de mi manera cortés y servicial de hacer las cosas. Mis exageraciones, en caso de llegar a la existencia, en caso de asomar su rostro pintoresco entre las colinas grises de mi prosa, en caso de recorrer la pluma o las teclas que se ocultan tras las palabras que elijo unir como cuentas en un collar inacabable, mis exageraciones, decía, serán inocuas para la salud pública, serán indetectables para las futuras generaciones de psicólogos que escarben en los recuerdos traumáticos de sus pacientes, serán un río caudaloso pero de aguas potables, limpias, cristalinas, transparentes, frescas, casi contradictoriamente con su carácter de torrente arrasador de convenciones, usos, costumbres. Haré lo posible, lo humanamente posible, lo que esté al alcance de las limitadas posibilidades que me han sido otorgadas en el reparto aleatorio de los dones, para que mis exageraciones tampoco generen rupturas en el devenir de mi existencia, que no produzcan un antes y un después, un quiebre en este fluir no diría suave ni tranquilo ni recto ni orientado siempre a un fin superior o siquiera a un fin, pero sí controlado, encauzado, dirigido a lo largo de coordenadas que mi no siempre sencilla comprensión del mundo y de la vida me indica que debo hacerle seguir. Las exageraciones de las que tengo tantas ganas, entonces, llegarán con la fanfarria de los bronces, el ímpetu de una manada de elefantes, el brillo de una nova, pero todo dentro de unos límites, un continente, un recipíente, un envase, una bolsita de plástico.
Bueno, ahora estoy más tranquilo.
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