[13/5/2002]
Me acuerdo de un chiste que se contaba en mi infancia, con un cura muy miope como protagonista. Se le habían roto los anteojos, de manera que durante la misa luchaba por descifrar lo que decía el libro litúrgico. En cierto momento se inclinó sobre el libro, arqueó las cejas, torció la cara en una dirección y la boca en la otra. Finalmente, con un toque de escepticismo, dijo:
—Y ahora, hijos míos, siete monos.
El silencio que lo recibió, la ausencia de movimiento, le hicieron pensar que algo estaba mal. Trató de ajustarse los anteojos inexistentes, se inclinó más, torció la cara en la dirección contrara y aspiró hondo. Leyó:
—Y ahora, hijos míos, setenta monos.
Un murmullo suave, como el mar a lo lejos, sustituyó el silencio. El olor salino del aire no se debía al mar, sin embargo, sino al sudor del pobre cura miope que, se daba cuenta, estaba empeorando las cosas. Volvió a intentarlo. Con la nariz pegada al libro, la cabeza dolorosamente de lado para permitir que algo de luz llegara a las letras, insistió:
—Y ahora, hijos míos, setecientos monos.
El murmullo creció algunos decibeles, como controlado por un adolescente con el potenciómetro en sus manos. El cura supo que todo andaba mal. Movió un poco el libro para que la luz le diera mejor, apartó un poco los pies, hipotecó lo que quedaba de su espalda inclinándose hasta que el ojo más sano le quedó a un centímetro de las letras huidizas. Entonces suspiró de alivio. Se elevó suavemente y, sabiéndose dueño otra vez de la situación, exclamó:
—Y ahora, hijos míos, sentémonos.
(...)
Y hay otro de curas, muy corto, que me contó Douglas hace unos años.
—¿Usted está de acuerdo con que los curas se casen?
—Y... Si se quieren...
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