[20/1/2003]
El inspector recorrió con la mirada los rostros de los presentes, deteniéndose en cada uno el tiempo suficiente para provocar un escalofrío. Estábamos en la inmensa biblioteca de la familia Bookends, donde se decía que la mitad de los libros del mundo habían encontrado su lugar. Quizás esto último era una exageración, porque por allá arriba, cerca del techo inalcanzable, se podía ver una serie de estantes casi vacíos. Dos policías hacían guardia junto a la única puerta, también ellos ansiosos por oír el veredicto del más grande investigador de homicidios de la región, que nos había reunido allí para dar a conocer el resultado de la pesquisa.
De pie frente a la chimenea apagada, el inspector terminó de aterrarnos a todos y alzó el brazo izquierdo para echar una mirada al reloj pulsera. Tosió aclarándose la garganta y se volvió hacia un rincón.
—Es la hora, mi estimado... —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase.
Allí en el rincón, el coronel Downright saltó de la silla y, antes de que pudiéramos impedírselo, extrajo un arma de su voluminoso abrigo y disparó, con tan buena puntería que destruyó por completo un jarrón chino que estaba justo a la derecha y atrás de la cabeza del inspector. Nos echamos sobre el coronel de inmediato, así que el segundo disparo, desviado, dio en la araña gigantesca que pendía de las alturas, desprendiendo más fragmentos de cristal que monedas hay en un reino.
Dominamos al coronel con facilidad, porque a pesar de su tamaño ya no tenía la fuerza de la juventud. Alguien le quitó el arma. Logramos que se sentara. Y allí quedó, sacudiéndose con violencia en un llanto silencioso. Nos giramos para no tener que verlo.
—Qué pena —dijo el inspector, que no se había movido—. Abrigaba la esperanza de que mi querido coronel Downright nos señalara al verdadero culpable.
Y mientras lo decía, trazaba un arco con la mano derecha y el índice extendido, tal vez ilustrando con el gesto sus palabras, tal vez buscando señalar él mismo al asesino que todos esperábamos conocer. Al final del arco, el dedo acabó apuntando directamente hacia la ventana, y bajo la ventana...
—¡Canalla! —exclamó el doctor Hardonall, poniéndose de pie y avanzando hacia el inspector mientras, él también, extraía un arma y disparaba. La bala se sumergió casi sin ruido en las páginas mansas de una antigua enciclopedia, a centímetros de la oreja izquierda del inspector.
Nos echamos sobre el doctor Hardonall, cuyas manos temblaban tan violentamente que no fue necesario quitarle el arma: cayó sola a nuestros pies, mientras su dueño se deshacía en improperios hacia el inspector.
—Llamen a la policía —gritó alguien junto a mí. Y entonces las risas aliviaron la situación: la policía ya estaba allí, sólo que no le dábamos tiempo para actuar. El que había gritado se ruborizó hasta las plantas de los pies.
Puesto bajo control el doctor Hardonall, de quien nadie habría creído posible tal arranque, el inspector volvió a aclararse la garganta.
—Veo que esto ha de ser más difícil de lo que creía -comentó, mientras se volvía hacia el dueño de casa, el señor Bookends en persona—. Mi querido señor Bookends, debo pedirle...
Otra vez la frase quedó inconclusa. El señor Bookends, que tenía fama de odiar las armas de fuego, saltó hacia adelante como disparado por un cañón, mientras extraía un cuchillo de entre las ropas. Pero algo salió mal en su cálculo, porque acabó tropezando con la silla de la señora Skinnychin y rodando por sobre el elaborado sombrero que la dama había creído oportuno traer a la reunión. El cuchillo resbaló de sus manos y fue a parar a un zapato del inspector, donde produjo un quiebre casi imperceptible de la perfecta superficie de cuero lustrado. El inspector no se molestó en recogerlo. Tampoco los policías de la puerta, que debían tener instrucciones de no actuar. Devolvimos al señor Bookends a su silla casi sin que ofreciera resistencia, porque se había golpeado el vientre de tal manera que apenas podía respirar.
—Iré al grano, entonces —dijo el inspector, frotándose la nariz—. Como todos saben, he estado investigando la muerte de la señora Frigidale, quien en su testamento había dejado todos sus bienes a su único...
—¡Miserable! —exclamó el señor Frigidale Jr., único hijo y heredero de la señora Frigidale, y mientras lo exclamaba lanzó su silla hacia atrás y se echó hacia adelante levantándose las mangas para disparar su mejor cross de derecha a la mandíbula del inspector.
Esta vez, agotados por tanta acción, nos quedamos inmóviles. Pero no hizo falta ayudar al inspector. El señor Frigidale Jr. no se había dado cuenta de que su único hijo, antes de abandonar la biblioteca por órdenes de su padre, le había atado entre sí los cordones de los zapatos. Por lo que su inmenso salto de tigre furioso acabó en una rodada por el piso, que incluyó un golpe certero a mi silla y terminó con el señor Frigidale Jr. y yo enredados entre las piernas de los demás.
Nos levantamos poco a poco, el señor Frigidale Jr. aún resoplando con furia pero tratando de aplacar los nervios y desatar sus cordones. Los policías de la puerta, como vi de reojo, hacían un esfuerzo para contenerse y no reír.
—Bien —dijo el inspector—. O no tan bien, pero digamos que estamos llegando al final del asunto. Como comprenderán —e hizo una pausa para sacar la pipa—, el caso es tan complejo que la búsqueda de un culpable nos ha llevado por caminos... inesperados.
Los puntos suspensivos sirvieron para que el inspector tuviera tiempo de posar sus ojos sobre el rostro angelical de la única joven presente en la biblioteca, la señorita Parkinson, quien no dejó de percibir el detalle.
—¡Cochino! —gritó la señorita Parkinson, perdiendo de pronto la compostura, mientras con un gesto aparentemente espontáneo tomaba en sus manos una de las más preciadas reliquias de los dueños de casa: un arco y una flecha traídas de lo más profundo del África desconocida, que ocupaban un sitio de honor en una pared de la biblioteca.
Cohibidos por tratarse de tan joven y delicada dama, estuvimos paralizados mientras la señorita Parkinson, con velocidad que indicaba una larga práctica, aprontaba la flecha, tensaba el arco y disparaba. La flecha atravesó la hombrera derecha del inspector, sin afectar la integridad física del hombre. Y allí quedó, como un adorno de jefe tribal.
La señorita Parkinson, agobiada por la situación, optó por desmayarse. Y entonces sí, nos apresuramos a contenerla, a hacerle aire, a depositarla suavemente en su silla, donde lentamente fue recuperando los colores habituales.
—Como decía —continuó el inspector, imperturbable—, la investigación nos ha llevado en direcciones no compatibles con las que inicialmente consideré al menos verosímiles. —Algunos de nosotros asentíamos, más para indicar que tratábamos de comprender la retórica del inspector que sabiendo hacia dónde iba—. Se trata de un caso complejo, con aristas que aún debemos pulir, pero en el que sin duda alguna ha habido una persona, y sólo una, culpable de asesinato.
Mientras hablaba, el inspector paseaba los ojos por la sala. Y justo cuando pronunció la palabra "culpable" su mirada coinicidió con la mía. No pude contenerme ante tamaña injuria. Poseído por una furia más allá de mi control, me puse de pie, aferré la silla con ambas manos y la lancé en dirección al inspector. Esta vez sí, la suerte estuvo en su contra. La silla le dio de lleno en la cara, extrayéndole un grito de dolor. Aprovechando el momento, el coronel Downright, que de alguna manera había recuperado su arma, volvió a dispararla, ahora acertando entre los botones prolijamente abrochados de la chaqueta del inspector. El doctor Hardonall, aún desarmado, arrancó la pistola humeante de las manos del coronel y también disparó, convirtiendo en fragmentos dispersos la rodilla izquierda del inspector, que ya venía desplomándose lentamente al suelo. El señor Bookends, que en el tumulto había logrado hacerse de nuevo con su cuchillo, lo clavó hasta el mango en el cuello del inspector, mientras el señor Frigidale Jr., que había entrelazado las manos para formar una maza temible, las descargaba sobre la cabeza del hombre que caía y caía interminablemente y dejaba salir de sí ríos de sangre que iban a parar a la gruesa alfombra que los Bookends habían importado de Persia. En tanto, la señorita Parkinson, que había recuperado sus fuerzas, descubrió una segunda flecha en el mismo rincón donde había encontrado la primera, y volviendo a tensar el arco la lanzó en la dirección general de la lucha, con tan buena fortuna que atravesó el ojo izquierdo del inspector, quien lanzó un último estertor y cayó definitivamente muerto sobre la alfombra ya inútil y sobre nuestras igualmente inútiles conciencias.
El problema, ahora, era que ni los policías de la puerta, que habían aprovechado la confusión para escapar de una buena vez, ni nosotros, sabríamos jamás quién era el asesino.
Todos somos sospechosos hasta que se demuestre lo contrario.
ResponderEliminarGracias, Luisa, me había olvidado de poner la moraleja ;)
ResponderEliminarNo, me refería concretamente a nosotros, los espectadores/protagonistas de este cuento.
ResponderEliminar(Eso te pasa por escribir cosas interesantes).
Fue Jack el forastero
ResponderEliminarEstuve unos días sin entrar y veo que hay cosas muy jugosas por acá. Me encanta el policial, me encanta el policial inglés (el otro también) y me encantan los multiples posibles asesinos,sobre todo cuando están todos juntitos en una biblioteca. Felicitaciones por jugar con el género y gracias por dejarme jugar a mí, a nosotros, con vos. Ahora, muerto el que sabía, el final del cuento es muy fácil: los sospechosos se ponen todos a jugar al Clue.
ResponderEliminar¿Puedo divulgar el cuento, citando la fuente? Tengo más de un adicto al género que lo va a disfrutar.
Elsa: claro que podés divulgar el cuento. Es un honor.
ResponderEliminarFelcitaciones, es muy bueno.
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