En la cocina de mis padres hay dos ventanas que dan a un espacio lateral entre edificios. Al otro lado hay unos metros de jardín, un retazo de calle, otros edificios en hilera hasta lo que debería ser el infinito pero es sólo un par de cuadras más allá. Viven en el quinto piso.
Los vidrios de las ventanas son casi espejos cuando se los mira desde afuera. Desde adentro tienen un tono ahumado, con la virtud de apaciguar el mundo. Cuando las ventanas están cerradas, el exterior se ve más tenue, más amable, más tranquilo. Hasta los ruidos llegan amortiguados. Luego de un rato el color marrón claro empieza a parecer dorado.
Las cortinas tienen un estampado blanco y rosa, que por suerte hace juego con las puertas de la alacena. Vienen de Ramos Mejía, muchos años atrás, pasando por el otro departamento que mis padres tuvieron en Palermo. Esas cortinas conocieron ventanas de todos los colores.
Mi madre siempre pregunta si abre un poco porque hace calor, o si cierra un poco porque hace frío, o si abre un poco para que entre más luz, o si cierra un poco para evitar tanto sol. Mi padre pela su naranja con dedicación, como si aún estuviera aprendiendo la técnica que usa desde que tengo memoria.
Hablamos de médicos y de la historia de Ramos Mejía. Comemos pollo al horno. El tiempo sigue avanzando y no regresa, como si él también atravesara un vidrio casi espejo, de esos que no devuelven toda la luz que dejan pasar.
[10/1/2013]
Diez años después el tiempo insiste en seguir avanzando y no regresar. Mis padres murieron, los dos, en 2009. Ahora esa cocina es esta cocina, la mía. No suele haber pollo al horno ni naranjas, y ya no se habla de la historia de Ramos Mejía. Quité las cortinas, están guardadas. Algo permanece: los vidrios, que siguen siendo los mismos.
Diez años después el tiempo insiste en seguir avanzando y no regresar. Mis padres murieron, los dos, en 2009. Ahora esa cocina es esta cocina, la mía. No suele haber pollo al horno ni naranjas, y ya no se habla de la historia de Ramos Mejía. Quité las cortinas, están guardadas. Algo permanece: los vidrios, que siguen siendo los mismos.
"...como si él también atravesara un vidrio casi espejo..." Qué buena la idea de usar la palabra espejo como un adjetivo.
ResponderEliminar(Siguiendo mi propio consejo, también podía haber escrito "hay que abreviar el idioma".)
ResponderEliminarLuisa: el modelo a seguir es "joya nunca taxi", una frase perfecta. Hay que hacer más breve el idioma.
ResponderEliminarNo, no devuelve ni regresa nada. Ellos, nuestros padres, tienen la memoria de nosotros completa, desde bebés. Nos miran y nos ven enteros, mientras envejecen. Tu texto (hermosísimo, como siempre) me llenó de melancolía dulce, gracias. Qué bueno que los tengas ahí, pelando naranjas, preparando el pollo al horno, recordando la historia.
ResponderEliminarInsisto: me gusta más pensar que encontraste el modo de usar la palabra espejo como adjetivo, y el efecto es acertadísimo. Aceptalo, Eduardo, a veces el escritor le gana al bloggista.
ResponderEliminarAclaración: cuando digo el escritor, me refiero a vos, por supuesto.
ResponderEliminarLuisa y Elsa: muchas gracias.
ResponderEliminarLuisa: ¿por qué? ¿Hay otros escritores? ;-)
Sí, pero por ahora no tenemos weblog.
ResponderEliminarEduardo, el texto es hermoso, lo mas bello está para mi, en que eso forma parte de algo que nunca tendré, la familia junta. Esto de vivir separados del resto, en otro pais, hace que leer estas cosas me pongan más que triste. Pero celebro la suerte de que vos y otros puedan ver lo hermoso que es tener tardes como esa :)
ResponderEliminarUn beso
Los comentarios de Elsa y Norya (Sikanda) me dejan sin palabras. La imagen de los padres como únicos depositarios de una memoria completa de nosotros, y la imagen de alguien que ve estas escenas desde afuera sin la posibilidad de compararlas con su propia experiencia, son de esas cosas que quedan dando vueltas en la cabeza de uno durante mucho tiempo. Gracias.
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